miércoles, noviembre 08, 2006

El chico del saco de los rombos violetas
Por: John Darwin Alfonso Turga

De tez pálida, su castaño pelo era largo y terminaba como a 15 cm. bajo sus hombros, era flaco, tenía ojos negros, 3 cm. de frente, cejas medianamente pobladas, cara bien parecida con pómulos abultados y pálidos, se había dejado crecer el vello de su mentón. Él no era más alto que yo; así era el chico del saco de los rombos violetas.


Llevaba su vida tranquila, ¿no le hacía daño a nadie…?, disfrutaba de ver la TV y sentarse en su ordenador, disfrutaba también de leer el infierno Bolchevique, no sabía de ortografía, no llevaba lentes, estaba obsesionado con las calorías de su desayuno, era estudiante de historia en una gran universidad de la ciudad donde yo vivo; aquella universidad que es un lugar donde los verdes paisajes contrastan con la variante arquitectura de los edificios de cada facultad. Él estudiaba historia por que le gustaba, y le gustaba mucho su propia historia; cabe afirmar (aunque no tengo claro el por qué) que en mi ciudad, hablamos el castellano.

Él no entendía por qué su mamá se preocupaba por el poco pero notorio acné juvenil que había en su rostro y que de hecho tendía a desaparecer en su situación actual dada su edad, puesto que tenía 20 años. Pese a esto, un día tomando un tinto con 48 cucharadas de café y sin azúcar, decidió que no quería celebrar sus “cumpleaños” nunca jamás así que asumamos la posibilidad de que tenía todavía 18 años. Vestía zapatos vinotintos, una camisa color crema de cuadros que quemó con la plancha una mañana y a la cual puso en el lugar del incidente una etiqueta de tela con el nombre de una famosa boutique de mi ciudad (la camisa en cuestión ofrece una directa relación -en asuntos de matiz- con su pantalón color café rojizo).

Él se encontraba en La Estancia, un pueblo no muy lejos de la ciudad donde yo vivo. Estando allí, aparcó su mirada sobre la naturaleza y bajó volumen al TV que le desconcentraba. Miraba desde su casa en La Estancia, encendió un cigarrillo, meditaba acerca de lo que es la vida como tal; sabía muy bien quien era, sabía muy bien qué quería hacer; sólo pensaba, estaba en un momento de descanso y era tan sólo eso lo que le interesaba, no pensaba en su labor diaria, no pensaba en el infierno bolchevique, no pensaba en Lenin; él pensaba: en La Estancia.

El estruendoso televisor nuevamente contagió el privativo vaivén de su meditación sobre el verde que percibía desde su ventana. El clima era normal: ni frío, ni caliente, el sol pintaba el ambiente con un alma color amarillo. Decidió bajar por completo el volumen del TV en el que presentaban un comercial de la Renault con su dedo índice de la mano izquierda mal formado por su hobby… apretó entonces el botón MUTE en el control remoto; su cigarrito encendido estaba hastiándole por lo que decidió apagarlo.


El clima era perfecto para que él no se quitara de encima su saco de Rombos violetas. Decidió que era el día perfecto para morir y se suicidó.

Murió ese día, y eso es lo que interesa.

No hay comentarios.: