domingo, noviembre 26, 2006

Estados Pigmentados
Por: Nico Almalgia

Tengo maquillada la cara. Mi oficio es hacer reír a la gente cueste lo que cueste; a veces a los niños, a veces a los grandes, pero siempre la finalidad es arrancar una sonrisa irónica y cruel a sus rostros sedientos de burla. Día tras día, con una faena que comienza en las mañanas que ven mi despertar sumido en amargo gesto, saco los pinceles despelucados, algunos al borde de la calvicie y esgrimo sobre mí, la condena de la mofa eterna, sacrificio por el entretenimiento ajeno.

No entiendo en qué momento esta sonrisa estúpida y plastificada se apoderó de mi rictus. Siempre fui una persona común, ni amargada ni alegre, que reía cuando debía reírse y que callaba cuando debía callarse. Tampoco fui persona de muchas compañías, procuraba la tranquilidad de la reflexión y el éxtasis de una buena conversación con selectos interlocutores con los que hablábamos de temas varios, desde banalidades cotidianas hasta política e incluso bellas artes.

¡No se en qué minuto del reloj que controlo minuciosamente perdí el control! Parece como si una amnesia espontánea me hubiese nublado por completo en algún punto de mi vida. Si, es cierto que en ocasiones caía presa de una desazón inexplicable, pero siempre emergía de ella triunfante, blandiendo una lucidez y una racionalidad excepcionales. No se cómo ni porqué me vi de un día para otro vestido con atuendos rebosantes de color, con la cara empastada de pintura para mimos, riendo escandalosamente y sonriendo como si la vida fuese una eterna burla; no se, a lo mejor lo hice en un brote desesperado por salir de alguna crisis sin solución y en el intento, perdí definitivamente la razón.

En pocas palabras, no se cómo terminé siendo un payaso; el pasado a estas alturas del viaje no interesa porque ya SOY UN PAYASO y esta condición es definitiva.

Sin más quejas, procedo a contar lo que quiero contar. Anoche, como si se tratase de una pesada broma del universo, el grasoso maquillaje no quiso desprenderse de mi rostro. Por más que ejecuté el tedioso ritual una y otra vez, el pigmento no quiso ceder, por lo tuve que resignarme a vivir con cara de payaso para siempre. El panorama se tornó angustiante: Ya no tendría siquiera un momento para ser lo que alguna vez fui, ahora la malvada sombra de la risa vacua estaría conmigo a cada instante sin descanso.

Anoche comencé a sentirme más triste de lo normal, la payasada ya no tuvo ninguna gracia. Empecé a hacerme a la idea de que sería un ser de eterna risa sin sentido, un retrato de una felicidad esfumada por el viento. Empecé a sentirme un cuerpo sin alma que deambularía por el mundo sembrando alegría sin probar siquiera un poco de esta. El maquillaje sería una farsa insomne, un fantasma sin descanso que me asolaría la existencia de sol a luna y de luna a sol, haciéndome cargar una cruz de risa a cuestas. Anoche fue el aliento postrimero de mi cordura.

Esta mañana, sin necesidad de ataviarme de colores y ridículos ornamentos, salgo de mi lastimera posada corriendo. Corro, empiezo a correr sin importarme por dónde voy. Sólo quiero correr por las calles, por las nubes, por cualquier lugar donde no tenga que ver y escuchar una sola risa más, porque ya estoy harto de esa mueca insulsa que me está encalambrando las mejillas. Corro intentando sudar esa felicidad grasienta que se aferra a mi piel como un náufrago en altamar que se agarra de cualquier cosa para mantenerse a flote. Corro sin detenerme y en la carrera me agobian preguntas existenciales, de esas que inducen a los hombres al suicidio, ¡qué ridículo! un payaso estremecido por preguntas existenciales.

Para suerte mía, el maquillaje ha comenzado a ablandarse gracias al efecto purgatorio del sudor. Luego de muchas horas de correr sin rumbo llego a una casa vieja y destruida. Un impulso me obliga a treparme al techo susceptible de caerse. No se porqué, pero esta casa me es incómodamente familiar, lo siento a medida que asciendo con dificultad. ¡No importa, no importa, lo relevante ahora es trepar, trepar para sudar! ¡Todo lo demás no interesa, la vida de un payaso es trivial!

Encima de la casa encuentro un agujero que deja ver el interior. Ahora se porqué me resultaba conocido el lugar ¡Es mi casa! ¿No es gracioso? He corrido en círculos durante horas sin darme cuenta. Tal parece que todo lo que hago desde que me volví un payaso es ajeno a mi razón; es como si una especie de estado esquizofrénico camuflado en un traje luminoso diera cuenta de mis acciones.

Lo que se ve por el hueco es mi habitación, simple, desvaída y taciturna. Desde que permanezco maquillado, todo se ha hecho desconocido, y eso que sólo ha transcurrido una noche. Entro a hurtadillas por el diminuto espacio y me desgonzo abatido en la cama. Las lágrimas se unen a la procesión de sudor que desciende por las curvas de mi cara. Al mezclarse ambas sustancias salobres, el maquillaje emprende su silenciosa y solemne retirada.

La escena de mi condena no fue más que una alucinación de un sujeto solo y amargado, que quién sabe cuántos otros delirios ha vivido. Ya no puedo confiar ni siquiera en mis recuerdos, porque ellos también me han hecho la chanza y se burlan de mí como un payaso. ¿Habré nacido payaso o me lo habré inventado? ¡Qué gran actuación, muy convincente!

La tristeza se encarga de diluir incluso las fachadas que el hombre impone a su vida…

1 comentario:

Chano Castaño dijo...

A este texto se le nota el antedentalista sufriendo, la consola intacta de la nostalgia paralelepípeda, la paciencia soberbia de un escritor con alas.

En ese payaso recaemos todos cuando nos aferramos y caemos en nuestra misma sombra sobria.